Increíblemente la noticia de la entrega de la última arma individual del desaparecido grupo armado FARC, no fue motivo de celebración en Colombia, es más, el acto simbólico en el que alias Timochenko le entrega el fusil al presidente Santos pasó desapercibido por completo. La noticia fueron los alaridos incontrolados de la oposición por la desaparición de su excusa para existir.
Lo que está sucediendo en el país con el proceso de desaparición de la guerrilla más antigua y sangrienta del continente, muestra nuestra manoseada toma de posición, no es posible que como colectivo humano seamos tan miserables que no valoremos la extinción de un conflicto que marcó el último medio siglo.
Los colombianos hemos perdido nuestra capacidad de tomar posición como grupo social, festejamos cuando nos lo dicen o lloramos y nos indignamos cuando así lo motivan los medios de comunicación. Mediante multitudinarias marchas se exigió la desaparición de las FARC y hoy cuando el grupo armado ha desaparecido parece que no nos importara.
Y detrás de esa sorprendente y malsana actitud los de siempre, los que han logrado mantenernos anestesiados frente a la realidad del país, los que han hecho de Colombia una finca que manejan a su antojo y de la cual heredan su dominio.
La realidad del desarme de las FARC dista mucho de una altruista actitud de Santos y de los suyos, es la oportunidad de explotar nuevas riquezas en los territorios que fueron dominados por los guerrilleros.
No menos calculadora es la de los Uribes que ven cómo tendrán que cambiar su discurso para conservar su existencia en el poder (así sea en la oposición) y consolidar un grupo dominante, que no mejor, diferente a la rancia oligarquía centralista y de abolengo.
En el medio del juego estamos nosotros, los de a pie, los taxistas, periodistas, profesores, abogados, amas de casa, vendedores ambulantes, campesinos, pescadores, etcétera, que manipulados por la herramienta más eficaz que han logrado los que ostentan el poder hemos perdido nuestra capacidad de autodeterminación como colectivo, volviéndonos algo así como idiotas útiles de sus deseos.
Ni Colombia se ha convertido en la Finlandia latinoamericana, ni se convertirá en el nuevo fortín de Fidel Castro y su temible cómplice Hugo Chávez ambos fallecidos y que tendrían que seguir los pasos del cristiano Lazaro por lo menos tres veces para instaurar su modelo económico y político en el país más godo y desigual de esta parte del mundo.
No. Ninguna de las versiones es real, pero sí debería ser motivo de alegría y celebración para cualquier feligrés de esta parroquia de cerca 50.000.000 millones de habitantes que armas que han confinado una gran parte de esa población a un estado de terror, desaparezcan.
Pareciera que Colombia está siendo sometida de nuevo a un frente nacional, dos grupos de poder (los mismos con diferente color) que han empezado a mirar la forma de repartirse el dominio, esta vez usando la radicalización absurda de la paz y la guerra, llevándonos a tal extremo que hasta al interior de las familias más unidas se hayan generado grietas insalvables, radicalización que solo los beneficia a ellos, porque nosotros seguimos siendo víctimas de sus malintencionadas decisiones.