INSULSO, es lo menos que se puede decir del mal llamado debate presidencial realizado anoche y transmitido por Caracol Radio y Televisión (seguramente hoy los candidatos que no fueron invitados deben estar agradeciendo esto a la providencia). Un moderador que debe dedicarse a la farándula, un formato frío en que se hace énfasis en una pantalla que ya de novedosa no tiene nada, unos candidatos con total temor de comprometerse en la exposición y defensa de sus postulados y lo peor de todo, unos periodistas temerosos de perder su empleo haciéndole el “mandado” a unos candidatos determinados, fue el desolador panorama que los inadvertidos oyentes y televidentes encontramos.
Definitivamente, el “debate” tenía un fin de impacto mediático y no programático, en él, brilló la participación de los candidatos Mockus y Santos, mientra que candidatos como Petro y Pardo fueron casi ignorados, de hecho, al primero le preguntaron dos veces el mismo cuestionamiento (sobre Venezuela, ¿será esto coincidencia?). La transparencia que intentaron mostrar dejándole el orden de respuesta al destino que extraería la balota sígnica “casualmente” repitió lugares de participación (en tres ocasiones el doctor Antanas respondió de primero ¡qué liviana su balota!). Lo más enriquecedor de esta pantomima democrática fue el verdulero encuentro entre la doctora Sannin y el doctor Santos quienes de la manera más baladí posible se rasgaron las vestiduras por los voticos del director del Sena, el doctor Montoya.
Creo que este debate daría pie a dos análisis (en mi humilde concepto), el primero lo bonita que se veía la doctora Noemí, la seriedad del doctor Petro, las cejas del periodista Cano y el seseo de Darío, por otro lado lo jovial que intentó mostrarse Vargas con su pose fingida, el despiste de Mockus y la pedantería de Santos. El otro posible análisis debe darse en el plano de cuál de ellos quedó en la retina (o el oído) de los teleoyentes, porque definitivamente es imposible hacer un análisis con un poco de profundidad de las propuestas de estos señores, porque no existen y si sí existen, no las expusieron. Así mismo tampoco se puede hacer un análisis, ni siquiera gramatical, de los seudo discursos con los que respondieron las seudo preguntas.
Estoy escribiendo este artículo el 14 de febrero. Es decir, el maldito Día de los Enamorados. De todos los días falsos y arbitrarios inventados por los comerciantes para ordeñar nuestros bolsillos, éste es el que más me irrita, el que me parece no sólo más ñoño, sino también más mentiroso. Con el agravante de redundar en la falsedad, porque el amor pasión, que es lo que normalmente se entiende por amor, ya es de entrada una mentira, una sustancia imaginaria, un espejismo. Ahora bien, la pasión es un espejismo sustancial, una ficción de altura, a menudo la mejor fantasía que puede llegar a inventar una persona en toda su vida; mientras que la supuesta festividad de los Enamorados es una majadería dulzarrona, un paripé vacío, con toda su pringosa parafernalia de corazones en todos los tamaños y materiales, corazones de plástico y de chocolate y de cristal, corazones impresos en manteles y en tangas, un frenesí de corazoncitos rojos que se parecen tanto a los musculosos corazones verdaderos como el amor real a los enamorados de San Valentín. O sea, nada.
Para peor, tengo la inquietante sensación de que este año el 14 de febrero se ha festejado más que nunca; que han aparecido más reportajes en los periódicos, más referencias en todos los medios. Puede que sea porque la vida está bastante chunga, porque la crisis arrecia y una desazonada melancolía nos va mordisqueando los tobillos; de modo que, para compensar tanta negrura, la gente quizá se haya lanzado a celebrar esta tontura de los amores de plástico de la misma manera que uno se zampa un dulce cuando se siente triste.
Lo malo es que este dulce es tan artificial que te intoxica. Bastante confundidos andamos ya con el amor como para que encima estas cursilerías nos sigan llenando la cabeza de pájaros. La idea del amor romántico, que, en su versión masiva, nació en el siglo XIX, nos ha hecho a los humanos un daño fenomenal. Sobre todo a las mujeres, que por lo general seguimos proyectando sobre los hombres monumentales quimeras. Un cómico francés llamado Arthur dijo en uno de sus espectáculos una frase que me parece genial: “El problema de las parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar”. Tiene razón: la inmensa mayoría de las mujeres estamos empeñadas en cambiar al otro para que se adapte al sueño rutilante que tenemos de él. De hecho, ni siquiera somos conscientes de que queremos cambiarlo; pensamos que en realidad nuestro amado es así como nosotras lo soñamos, sólo que anda un poco perdido, un poco herido, un poco aturullado; y que nosotras conseguiremos salvarlo de sí mismo, es decir, de la parte mala de sí mismo, para que emerja en todo su esplendor el príncipe azul.
Pero, claro, nadie es capaz de cambiar a nadie (por no entrar en el hecho de lo injusto que es pretender tal cosa); y entonces, con el paso del tiempo, a medida que nuestros sueños se van dando de bruces con el ser real, y a medida que vamos perdiendo la esperanza de que algún día nuestro hombre llegue a ser ese tipo sublime que nos hemos inventado, es cuando nosotras empezamos a cambiar. Es decir, apagamos el reflector que lucía en nuestros ojos cuando mirábamos a nuestra pareja, haciéndole creer que nos parecía maravilloso; y nos ponemos a protestar y a refunfuñar, a criticar y a exigir, a quejarnos y a frustrarnos, porque se nos ha quebrado la fantasía. Nos convertimos en unas ásperas gruñonas. Es un proceso que puede conllevar mucha amargura y, en los peores casos, la vida común llega a ser un infierno. Mar de fondo, de Patricia Highsmith, retrata con espeluznante hondura una de esas parejas envenenadas.
Por eso digo que las mentiras mentecatas del 14 de febrero son un peligro. Forges sacó ese día un chiste maravilloso en EL PAÍS, una viñeta que fue el sabio contrapunto de tanta tontuna: un anciano viejísimo está de pie en su casa. A su espalda, una anciana vetusta, sentada en un sillón, está viendo en televisión un vídeo que dice Beatles vs. Rollings, mientras se fuma un petardo. Al fondo, un calendario anuncia: 14 Feb. San Valentín. Y el viejo comatoso mira con tristeza la luna a través de la ventana y pregunta en voz alta: “¿Qué nos ha pasado?”. Pues les ha pasado la vida por encima, esa vida que se va silenciosa y veloz y que de repente descubres ya detrás de ti. Les ha pasado la abrasión de la realidad, la convivencia con todas sus rugosidades. Pero los viejos de Forges siguen juntos, por cierto. Y se diría que aceptablemente bien avenidos. Eso sí que se parece más a lo que de verdad es el amor.
Soy periodista por vicio y bloguero por pasión y necesidad. Estamos fortaleciendo otra forma de hacer periodismo independiente, sin mucha censura, con miedo a las balas perdidas, pero sin cobardía.
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