Desde los sótanos de la Casa de Nari hasta La Alpujarra, los cuatro episodios comparten un mismo dilema: la tentación de los gobernantes de pactar con el crimen para mostrar resultados rápidos, bajas en homicidios, titulares de paz, apoyos políticos, a costa de legitimar estructuras ilegales.
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La relación entre el Estado y bandas ilegales no se circunscribe a la paz negociada con la guerrilla, existe un historial de acercamientos con estructuras criminales que han dejado una huella de ambigüedad institucional.
Desde la Casa de Nari hasta la tarima de La Alpujarra, distintos gobiernos, de derecha y ahora de izquierda, han querido legitimar, directa o implícitamente a los actores que han sembrado terror en el territorio.
El 23 de abril de 2008, las cámaras de seguridad registraron al asesinado Antonio López, alias Job, emisario del paramilitar “Don Berna”, ingresando por la puerta de atrás a la Casa de Nari para reunirse con el gobierno del presidente Uribe.
El episodio, denunciado meses después, evidenció un canal clandestino con las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC cuando el país todavía digería la “parapolítica”.
La excusa fue “llevar pruebas” para la Corte Suprema, pero el mensaje político fue otro, los emisarios “paras” podían atravesar, sin controles, la puerta de atrás del poder Ejecutivo.
Aquella visita, lejos de ser un hecho aislado, reveló la línea fina entre la desmovilización y la cooptación. Funcionarios justificaron la reunión como parte del proceso de Justicia y Paz, mientras la Procuraduría abrió, pero luego archivó, investigaciones disciplinarias. Lo que quedó fue la percepción de que los desmovilizados podían negociar favores judiciales o políticos desde el corazón del poder.
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En Medellín, el alcalde Sergio Fajardo y su entonces secretario de gobierno Alonso Salazar entre el 2004 y 2007 impulsaron un cierto y presunto modelo de “gobernanza compartida” con los combos que controlaban los barrios.
La prensa lo bautizó con el término “Donbernabilidad” para describir cómo “La Oficina”, heredera por “Don Berna”, obtuvo tregua a cambio de reducir homicidios. Fue como un “hagámonos pasito y todos felices”.
Fajardo, hoy nuevamente aspirante presidencial, negó pactos secretos, pero admitió encuentros “en el marco de la desmovilización”.
Los resultados fueron estadísticamente exitosos, los asesinatos cayeron casi un 40%, pero el costo fue la consolidación de un orden mafioso, los viejos sicarios se reciclaron en estructuras de cobro y microtráfico. A largo plazo, la ciudad intercambió violencia visible por control silencioso.
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El 29 de julio de 2004, Salvatore Mancuso, Ernesto Báez y Ramón Isaza llegaron de traje y corbata al Salón Elíptico del Congreso. Durante 120 minutos, Mancuso pronunció un discurso que recibió aplausos de congresistas, afuera, las víctimas protestaban. El episodio reveló la desproporción entre el perdón político y la gravedad de los crímenes que aún no habían confesado.
Aquella sesión fue presentada como “audiencia pública” para escuchar a los desmovilizados, pero terminó convertida en un acto de “blanqueo”, el Congreso, la supuesta voz de la nación, brindó tribuna y legitimidad a hombres acusados de masacres y desplazamientos.
La escena marcó el punto álgido en la llamada “parapolítica” y dejó la pregunta de quién necesitaba más legitimidad: ¿el Estado ante los “paras” o los “paras” ante el Estado?
Dos décadas después, el pasado 21 de junio de 2025, una tarima en La Alpujarra reprodujo la misma foto con diferentes protagonistas.
Petro invitó a nueve cabecillas de las bandas delincuenciales del Valle de Aburrá, Douglas, Tom, Carlos Pesebre y otros, trasladados desde la cárcel de Itagüí a su acto “Pacto por la Paz Urbana”.
El gesto fue celebrado por la Casa de Nari, hoy progresista, como pedagogía de paz, pero repudiado por el alcalde Federico Gutiérrez y el gobernador Andrés Julián Rendón, que lo calificaron de afrenta a las víctimas.
La pregunta es:
¿Qué marco jurídico permite subir a delincuentes comunes, sin estatus político ni proyecto ideológico a una tarima presidencial?
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Los defensores alegan que estos cabecillas controlan la violencia urbana y, por tanto, son actores indispensables. Los críticos ven un premio simbólico que erosiona la confianza en la justicia.
Desde los sótanos de la Casa de Nari hasta La Alpujarra, los cuatro episodios comparten un mismo dilema: la tentación de los gobernantes de pactar con criminales para mostrar resultados rápidos, bajas en homicidios, titulares de paz y apoyos políticos a costa de legitimar estructuras ilegales.
Dialogar con insurgencias de carácter político puede enmarcarse en el derecho internacional, pero negociar con bandas sin agenda distinta al negocio criminal plantea otra ecuación, se gana una tregua efímera, pero se paga con la frágil legitimidad del Estado.
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