Jorge.mejia@une.net.co
Hace pocos días, la policía tuvo que sacar protegido a un congresista conservador de un barrio de la comuna nororiental de Medellín, preocupado por la animadversión que su presencia despertó en grupos de jóvenes delincuentes del sector. A otro congresista, lo atracaron con escolta y todo, mientras promovía la consulta liberal del 27 de septiembre, en un barrio limítrofe entre Medellín y Bello. Lo mismo le ocurrió a un reconocido aspirante al Congreso de la República, hace tres semanas, en un sector populoso de la ciudad. Como muchos, tomé la decisión de esconder el celular y no volverlo a cargar en la pretina del pantalón. El atraco callejero es una epidemia en la ciudad. Nadie se salva.
El homicidio no cede. Según la Revista Semana Medellín tuvo un incremento de 105,9% entre octubre de 2008 y octubre de 2009. La tasa de asesinatos por cada 100.000 habitantes se disparó a 88,8. La reacción del gobierno nacional fue enviar al Viceministro de Defensa, Alejandro Arbeláez, a desmentir la contundencia de las cifras. Contra toda evidencia, el funcionario intentó demostrar que en lugar de aumentar, los registros disminuyeron. El Personero de Medellín tuvo que salir a desmentir al Viceministro, dejando claras las incongruencias de su análisis, para ratificar que el promedio de homicidios por semana es de 40. Se volvió costumbre en Medellín intrigar ante Medicina Legal la realización de una necropsia de un ser querido, porque el anfiteatro no alcanza a dar abasto para recibir tanto muerto. Ese es un dolor adicional de los familiares de las víctimas del homicidio.
Todo se ha ensayado: toques de queda, prohibición del porte de armas, restricción a la circulación de motos y parrilleros, brigadas anti homicidio, recompensas, incremento del píe de fuerza, más centros de atención inmediata, más cámaras de vigilancia, marchas ciudadanas por la defensa de la vida, diagnósticos inobjetables desde las ONG’s, e incluso, remezones en la Secretaria de Gobierno Municipal. Todas, medidas bien intencionadas, pero impotentes ante la magnitud de las cifras y la dimensión de la sensación de inseguridad que invade toda la ciudad. El ambiente ha sido propicio para que algunos políticos traten de sacarle provecho a la incertidumbre, lanzándole dentelladas a la actual Alcaldía de Medellín, mientras desconocen que la angustia por la inseguridad no es exclusiva de la ciudad –ocurre en la mayoría de capitales del país- y le sacan el cuerpo a destacar la preponderancia que en el manejo del orden público y la seguridad ciudadana tiene el gobierno nacional.
En su afán de acertar, a las autoridades locales se les fue la mano en ingenuidad. El Alcalde, personalmente, se dio a la tarea de propiciar la desactivación de las bandas y combos dedicados a delinquir en Medellín. La Policía Comunitaria acolitó al mandatario local. A cambio de dinero y oportunidades de distinto tipo se buscó desmontar las organizaciones criminales que azotan la tranquilidad barrial, SIN EXIGIR LA ENTREGA DE UNA SOLA ARMA. Las negociaciones dieron resultados parciales y temporales, pero no definitivos. Recientemente, se conoció el abortamiento intempestivo de varias de esas transacciones entre las autoridades y los delincuentes barriales, al parecer, por la aparición también supuestamente intempestiva de los dueños de los resortes de la seguridad y la inseguridad de la ciudad y otras regiones: los cabecillas enfrentados de la llamada oficina de Envigado, que ordenaron la suspensión de cualquier intento concertador. Las autoridades creían ilusamente que las bandas y los combos no eran más que desarticuladas ruedas sueltas.
Para rematar, nuestro admirado General Oscar Naranjo, Comandante de la policía Nacional, nos acaba de desconcertar en la última revista Semana: “Pregunta: Medellín terminará el año con cerca de 2000 homicidios. ¿Quién está ocupando allí el lugar de “Don Berna? Respuesta: como no lo ocupa ningún “patrón”, hay una diáspora de delitos. A diferencia de los últimos 30 años, en Medellín no hay un capo que logre direccionar las actividades criminales y darse el lujo de decidir quién muere y quien vive.”
Si el jefe de la policía Nacional nos dice que la seguridad ciudadana depende de que la criminalidad resuelva sus cadenas de mando, las esperanzas están en la olla.