El problema que se le adviene a Colombia con la casi segura desmovilización del grupo guerrillero de las FARC, no es de proporciones irrelevantes, lo que no implica que el anunciado acuerdo de justicia, no sea una de las mejores noticias que le hayan sucedido al país.
Pocos obstáculos tendrá ya que sobrepasar la mesa de negociación para que el eventual acuerdo pase a ser una realidad. Pero con él, como en todo hay ganadores y perdedores y estos últimos harán hasta lo imposible para oponerse a la firma definitiva.
Para nadie en Colombia es un secreto que la guerra de más de seis décadas ante todo es una oportunidad de negocio sin igual: vendedores de armas, entre los que se incluyen los países amigos (que ahora apostarán al posconflicto), el narcotráfico, y los políticos que encontraron en la existencia del grupo armado su razón de existir, deben ver en la eventual firma del acuerdo de desmovilización con las FARC el principio de su fin.
Pero a más de estos, antítesis natural de un proceso de este tipo, están los dirigentes colombianos en general, sus enormes familias de delfines politiqueros, los que deben estar viendo en la eventual firma su más grande preocupación.
No es lo mismo dirigir un país en el que existe la justificación precisa para todas las irresponsabilidades e incapacidades, que uno en el que todo esté por hacerse y con todas las posibilidades económicas, políticas y de seguridad.
El gobierno colombiano (los mismos de siempre) tendrá que aprender a ponerle la cara a los verdaderos problemas que generaron el surgimiento de la insurgencia en el país, así suene a discurso veintejuliero, la pobreza y la inequidad.
En el posconflicto el gobierno colombiano tendrá que garantizarle al país, más que las mismas FARC, que no habrán condiciones de incubación para otro conflicto, tendrá que generar reglas sanas socialmente hablando para que todo intento de surgimiento de un nuevo grupo insurgente, llámese como se quiera llamar, muera en el parto.
En el posconflicto, el gobierno colombiano deberá generar condiciones de seguridad para que tanto víctimas como victimarios encuentren un verdadero espacio de tranquilidad con condiciones favorables.
Pero el desafío más grande que se le espera al gobierno colombiano en el periodo de posguerra, es renunciar a la grande tajada del pastel y compartirla con los otros, los que no son ellos ni sus herederos, los que no llevan sus apellidos, y más grande aún como desafío, garantizarles que tendrán la seguridad necesaria para poder ejercer su oposición ya no desde el enfrentamiento armado sino desde el campo que brinda la democracia.
En el posconflicto colombiano, el gobierno tendrá que garantizarle al mundo y a los nacionales, que lo sucedido con la U.P. no es más que uno de los capítulos más aciagos de nuestra historia que sólo se volverá a vivir recurriendo a la memoria de algún fanático militante, porque los representantes de esa nueva oposición tendrán todas las garantías de seguridad, incluso para protegerlos de la misma institucionalidad que generó el exterminio de ese movimiento político.