viernes, diciembre 13, 2024

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LA MUERTE

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Por: Héctor Hernán Gallego Rodríguez.
“EL Jardín Cerrado”, Guatapé.

George Bataille en un libro alucinante “El Erotismo” dice que nuestra experiencia de la muerte se da en vida, en la complicidad del abrazo sexual, durante el orgasmo. Allí en esas alturas, donde se quiebra nuestra soledad, donde los seres discontinuos, separados que somos accedemos a nuestra perdida continuidad; allí donde comunicamos, en esa cumbre donde se da la unión, se crea y también se sucumbe: “La pequeña muerte”.

Situación la que el decir popular con despierta ingeniosidad se refiere como “los encontraron en un solo dolor”. Difícil hablar aquí en el tiempo de lo que acontece en ese más allá del muro del tiempo. Todas nuestras categorías se derrumban ante ese ineluctable hecho que irrumpe en nuestras vidas hurtándonos la palabra, inundándonos de lágrimas, dejándonos en soledad, llevándonos al silencio.

Pero dejemos atrás esa cúspide de toda creación el erotismo y hablemos de Maurice Maeterlinck aristócrata belga, –hoy no hay aristócratas, hay ricos-, apodado por la crítica como el escritor del misterio y la muerte, en su extenso ensayo sobre la muerte, decía que los ya desaparecidos permanecen y nos visitan al modo como lo hace la luz de una estrella extinguida hace millones de años en su viaje sin fin, cuyo resplandor aún vislumbramos en la noche estrellada. Maeterlinck fue un enamorado de las abejas, emisarias del eros que el sol sostiene con la tierra, garantía del esplendor de las flores y de la existencia del verde en el planeta. Eros amenazado hoy en día debido a las ondas electromagnéticas que emiten nuestros celulares ocasionando que la abeja se extravié en su regreso al panal.

Maeterlinck vio a la muerte como la gran liberadora, despojada de la basura que el temor, el miedo y los avances que la ciencia de la medicina arrojan sobre ella: “No le imputemos a ella las torturas de la última enfermedad… la enfermedad no tiene nada en común con aquello que les pone fin”, “la ignorancia de la ciencia que han prolongado inútilmente los suplicios en nombre de los cuales se la maldice a ella, precisamente, cuando acaba con ellos”.

Miradas estas sobre la muerte vecinas a las corrientes del frio mar del Norte. En nuestra cálida América Hispana, conocido es el fervor que el pueblo mexicano exhibe a la “desjarretadora”, cuando llega el mes de noviembre; trascurrido el último día de octubre, luego del aquelarre de las brujas, y de la divinización del siguiente día por todos los santos, el dos de noviembre el pueblo mexicano invita a sus muerticos, desde “los jardines sin aurora”, a volver a casa; y para que no se pierden en el camino de regreso, los vivos esparcen flores entre la tumba y la puerta de sus casas. Piedad que se oculta tras el jolgorio y la burla que el carnaval hace de ella.

la muerte1Respeto por una muerte tan inquietante como las caritas sonrientes que de orden funerario yacen expuestas en el museo antropológico de la capital azteca. ¿Por qué ríen? y ¿por qué lo hacen en el umbral de la muerte? Ríen donde nosotros desconsoladamente lloramos; acaso tras el muro del tiempo…

En el libro de prodigios que oriente ha regalado a occidente, “Las mi noches y una noche”, la muerte es “la apacible desilusionadora”, “la separadora”, pero su conocimiento, su saberle presente, su consejo, despoja en vida a quien se atreve a mirarla a los ojos de la vanidad y de la ciega carrera tras banalidades.

El ebrio y dulce Omar khayyan bajo el estrellado cielo de Korasán en la antigua Persia, hoy Irán, donde llego a ser muy estimado como matemático y astrónomo en el reinado de Malikshah solía tenerla presente: “Fugaces son nuestros días; y huyen como el agua de los ríos y los vientos del desierto. Empero, dos días me dejan indiferente: el ayer que murió y el mañana que aún no ha sido”.

Hoy tiene su sepultura en Nishabur. Para nosotros tildados de poseer una cultura de la muerte con nuestra apología del crimen, el narcotráfico y el sicariato; el que queramos vivir el instante no significa que acatemos el decir de “comamos y durmamos que mañana moriremos”, por lo contrario, al saberle cercana la muerte nos abre a una nueva responsabilidad, a la eternidad del instante, a un eterno ahora.

John R. R. Tolkien autor sudafricano muy mencionado en las últimas décadas por su texto “El Señor de los Anillos”, en otro de sus escritos “El Silmarilión”, matriz de la mayor parte de su obra, se refiere a la muerte como “El don de Ilúvatar” a quien también llama “Eru” o “el Único”.

La muerte como don, como regalo para nuestra agitada y convulsa existencia de espaldas a la vida, temerosa de la muerte, aunque se diga que por nuestra violencia convivimos a diario con ella. Quien mira cara a cara la muerte, no desdeña la vida, y como sabe que la vida pasa como la hierba que un día florece y luego no se la ve más, aprende a valorarla, a quererla a no desperdiciarla.

Aprendemos a valorar la vida desde el tener presente la muerte. En Noviembre en algunos sitios de la vieja Antioquia es tiempo para que el animero descuelgue y despoje del polvo a la campana con la que a altas horas de la noche convoca a las almas de los muertos para dar un paseo por el pueblo. Tras recorrer las calles del pueblo voceando y pidiendo un padre nuestro para el descanso eterno de las almas, al amanecer las regresa al cementerio, tras el temor de los que observan por las ventanas.

Lo cierto es, dice la abuela, que más allá de la existencia o no creencia en otra vida nuestros muerticos, bajo la advocación de las ánimas benditas, con la exactitud del mejor de los relojes de nuestro competitivo mundo nos despiertan al otro día, si se lo pedimos en la noche anterior fervorosamente.

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Ruben Benjumea
Soy periodista por vicio y bloguero por pasión y necesidad. Estamos fortaleciendo otra forma de hacer periodismo independiente, sin mucha censura, con miedo a las balas perdidas, pero sin cobardía.