Por: Héctor Hernán Gallego Rodríguez. Tiempo de Adviento. El Jardín Cerrado. Guatapé.
“Si Dios no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen”.
Salmo 127
Que la mayoría de nosotros nos esforcemos por adquirir, renombre, fama, sin llegar a obtenerlo; y que un oscuro personaje, aficionado a la música, como al acaso, ante necesidades fortuitas con sólo un tema musical, obtenga una gloria imperecedera que no pensó para sí: Filtraciones del más allá a través del muro del tiempo; “agujero en la red del tiempo”, como diría Julio Cortázar.
Durante la noche de navidad, en una pequeña población austriaca, Franz Gruber aficionado a la música junto a un amigo poeta, debido al daño del armonio de su iglesia, sin premeditarlo, en parte acosado, compone para guitarra, una música que perdurará por milenios en la mente y en el corazón de las gentes: Noche Silente, Noche de Paz.
Todo sucede como si hilos invisibles condujesen nuestros pasos por el laberinto del tiempo a un encuentro que no esperábamos, que nos desconcierta, dando otro rumbo a nuestras vidas. Sucesos que suelen concretarse en el mito, en obras de arte; acontecimientos que popularmente realizan un hito en nuestra vida, trastocándola para siempre.
Guiado por uno de esos hilos del destino, que dio un giro total a mi vida, más con curiosidad que por rebosamiento de fe; ahíto de celebraciones, de altas copas que invariablemente terminan quebradas o derrumbadas por el suelo; en la noche de navidad, me acerque al Monasterio Benedictino de Nuestra Señora de la Epifanía de Guatapé, a esa hora a la que los paisanos suelen llamar “misa de gallo”. Nadie se percató de mi entrada, y si lo hicieron no se inmutaron por ello; el silencio reinaba en los altos recintos; sentados en el coro, enfrentados los unos con los otros, con la cabeza inclinada, sumidos en profunda meditación estaban los monjes. Sus voces como fagots ensimismados en la ejecución de su armonía rompieron de pronto el silencio; la melodía me era conocida: Noche de paz. Pero era otra la letra que sus voces cantaban: “Oh luz de Luz, Verbo de Dios… heme aquí preguntando quién es Dios, y quién soy yo”. Aquello como una luz penetró las tinieblas de mi interior.
Tras dos largas horas que pasaron como un soplo, altamente impresionado salí de allí, “arriba en lo alto habían establecido campamento las estrellas”. Anonadado con lo que vi y oí, ya de regreso en mi casa durante el sueño, bajo la luz de las estrellas, volví nuevamente al monasterio.
Pasado el tiempo, me enteré, por los monjes que sus similares en Egipto, en el desierto de la Tebaida, donde el buen Antonio contendió con el demonio; y, también en la milenaria Siria los aislados y solitarios monjes estaban excusados de todas las ceremonias religiosas, exceptuando las Vigilias de Navidad y de Pascua de Resurrección. Saber aquello satisfizo a mi condenada alma, a mi anticlerical ser, y a mi antipático corazón.
Años después, de mala gana y un poco a disgusto por la falta de alcohol en las calles de la bulliciosa y poblada ciudad del Cairo, de manos de María, una joven copta, llegué a la hoy cripta de la iglesia de Abu Serga donde se refugió la Sagrada Familia en su huída a Egipto; allí me pareció escuchar la risa de un niño que busqué por todas partes sin hallarlo.
Cada año por Pascua de Navidad, y Pascua de Resurrección cuando la medianoche busca la aurora regreso al monasterio benedictino, y con los silenciosos monjes, celebro el advenimiento del Niño Dios y el triunfo de la Luz tras la derrota de las tinieblas.
Bienes que con gratuidad da el buen Dios; como dice el salmista; “vano os será madrugar, acostaros tarde… pues lo da a sus amados aunque duerman”. Feliz Navidad.