Recuerdo que de cachorro junto con mi padre íbamos a mercar a la Plaza de Mercado de Campo Valdés, en un costal de cabuya cargaba, él, lo que sería la alimentación de la semana, no había congelados, el plástico escaseaba, y en su remplazo el papel periódico servía para cubrir verduras y carnes. Eran otros tiempos, de eso hace ya 50 años.
Los de mi generación hemos visto como día a día la tecnología cambió (y seguirá cambiando) la cotidianeidad. Las plazas prácticamente han desaparecido y más temprano que tarde desaparecerán las tiendas físicas para que solo quede el mundo del internet y los domicilios.
Cada despertar es un enfrentamiento a un mundo nuevo generado por las aplicaciones que pretenden “facilitarnos” la existencia: la banca virtual, las aplicaciones de domicilios, el inglés a distancia y, por supuesto, las aplicaciones de transporte público.
Hoy España, particularmente Madrid, ajusta 11 días con un paro de taxistas que exige la regularización del servicio prestado mediante las aplicaciones de transporte público, las negociaciones han girado en torno a cómo equiparar las condiciones del trasporte tradicional y el brindado por las aplicaciones, en el entendido que el primero tiene una regulación excesiva y compite en desventaja con su rival y como diría el Gran Combo de Puerto Rico no hay cama pa’ tanta gente.
Colombia no está lejos de una situación similar, los defensores de la moderna forma de transporte público argumenta para su bien, la seguridad, comodidad y hasta el precio, los detractores que hay que regularlo en igualdad de condiciones que su competidor.
Lo cierto es que en esa pelea entre las aplicaciones de transporte público y el tradicional y la incapacidad de dirimir el conflicto mostrada por el gobierno, la ganadora indiscutiblemente ha sido la informalidad.
Hoy Medellín se enfrenta a un mundo de transporte público informal, sin más oposición que la ejercida por los formales del servicio, que en vista de la desregularización que se generaliza han descuidado lo que les corresponde.
Nadie podrá negar que en múltiples sitios de la ciudad, particularmente en las estaciones del Metro y de Metroplus, decenas de vehículos ofician de colectivos o taxis: en la Aguacatala, en la Avenida el Poblado a la altura de San Diego, en el éxito de Robledo, en la Estación Hospital, y en fin. ¿Quién le pone límite a esta proliferación de informalidad en el transporte público?
Aunque es un asunto de economía y pobreza, el transporte informal también es un asunto de seguridad pública, muchos de los vehículos que son usados para estos menesteres difícilmente pasarían un prueba seria tecnomecánica, el problema, además es que los encargados de mantener en orden el transporte se han hecho los de la vista gorda para organizar de nuevo lo que en un momento fue motivo de orgullo en la ciudad.
A tal punto ha llegado esta informalidad/ilegalidad, que pese a lo riesgoso del asunto hoy hay aplicaciones de mototaxismo que prestan su servicio en toda la ciudad.
Estamos en manos de la informalidad en el transporte público.