viernes, julio 26, 2024

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URIBE, ¿LA PARTE DÉBIL?

En el mundo jurídico se habitúan cosas espantosas como el célebre “aperturar” de esta semana, sin que se caiga en cuenta fácilmente de la grosería idiomática, tal vez por costumbre.

También se habitúan cosas bastante civilizadas como la defensa de lo que conocemos como garantismo, que algunos malentienden como privilegios para los delincuentes, pero que realmente significa la defensa de las reglas de juego que nos protegen a todos los ciudadanos frente al poder punitivo del Estado que, parafraseando filósofo del derecho, Luigi Ferrajoli, se manifiesta a través del castigo añadiendo una segunda violencia a la del delito, y de ello se encarga una comunidad organizada en contra de un individuo.

En esos términos suena bastante mal que haya un poderoso (el Estado) que pueda violentar a un débil. Pero muchos de ustedes estarán pensando que ese individuo al que llamamos débil se merece esa violencia porque “el que la hace la debe pagar”, y el tal débil no fue tan débil a la hora de cometer el delito.

A pesar de ello, la humanidad ha decidido llegar a un consenso al menos formal según el cual la “justicia punitiva” no puede ser la primitiva venganza sino el más provechoso y menos violento posible tratamiento del inevitable problema social del delito. De allí que se pueda, por ejemplo, negociar la rebaja (o incluso el perdón) de una pena a cambio de confesión, información o reparación.

Se han hecho intentos académicamente impopulares de aumentar los niveles de violencia estatal frente a ciertos individuos a los que se “podría” catalogar como “enemigos” de la sociedad, reduciéndoles las garantías legales porque se les considera otra especie de sujetos que se deben tratar con mayores niveles de violencia porque son más poderosos y peligrosos.

Recordemos la justicia sin rostro, por ejemplo, o la reciente cadena perpetua para violadores. Lo rechazable de esas iniciativas es su infundada pretensión de clasificar a las personas entre malas y buenas o entre peligrosos y no peligrosos, y su inaceptable idea de tratar a seres humanos como cosas a las que hay que remover del camino de la gente de bien.

Por cosas como estas, que la verdad no deberían ser tan incomprendidas, es que cuando el Estado abusa del poder punitivo ven ustedes a la mayoría de abogados defendiendo la posición judicial del incriminado, quien suele ser la parte débil, no porque se defienda lo que haya hecho o se sospeche que haya hecho, sino porque se defiende su posición como sujeto jurídico ante el desconocimiento las reglas que limitan al castigo para que no se abra paso irracionalmente, y también porque la diferencia entre el Estado y el delincuente se manifiesta en que el Estado debe respetar las reglas de juego siempre, porque cuando acude a la tiranía, degenera en algo peor que la conducta del mismo delincuente, puesto que a este último no le hemos entregado el poder de actuar en nombre de todos, y ninguna actuación que pretenda hacerse en nombre de todos se debe permitir que ocurra bajo la idea de que el fin justifica los medios.

Defender lo que llamamos garantías no es otra cosa que recordar que el Estado tiene límites que no debe traspasar por muy “elevados” que sean los intereses que le motiven a tratar de cruzarlos. Y la defensa de esas garantías implica, por ejemplo, que puede parecernos absurda una regla que le permite a un puñado de sujetos como Álvaro Uribe terminar escogiendo el fiscal que lo investiga y al juez que decide su suerte, pero por absurda o injusta que nos parezca esa regla, debemos defender su posible aplicación así el “beneficiario” sea una persona que nos parezca aborrecible o no merecedora de la ventaja que le pueda representar, pues si hoy decimos que esa persona le podemos remover una regla de juego que no nos gustaría que le apliquen, ¿qué impide que mañana se terminen removiendo otras reglas que hoy nos protegen frente a la arbitrariedad, y por ese camino terminar en la tiranía?

Lo dicho hasta acá podría ser una declaración que todo abogado estaría dispuesto a firmar porque probablemente nadie discuta eso. Lo que se ha discutido esta semana sobre todo entre juristas y opinadores es si esa regla que permitiría un posible cambio de competencia es aplicable o no en el caso Uribe, y en medio de tanto afán por lo que le pueda pasar a Uribe se nos ha olvidado que hay un mundo más allá de la cosa técnica de moda y del garantismo que nadie debería discutir, y es por ejemplo si por lo menos somos realmente conscientes del costo que implica lo que está pasando, y hay que aclarar que no porque sea un costo válido, justo o lícito entonces no deba tener importancia social.

¿Cuáles son esos costos que nos toca llevar a todos a cuestas? Empecemos por el que podría ser el más grave: aceptar como válido que un fiscal raso cuyo sueldo es cinco veces menor que el de un congresista y cuyo trabajo y familia podrían depender del “tacto” con el que trate a Uribe, sea el encargado de decidir el futuro de la investigación; y así mismo, aceptar como válido que un juez raso que probablemente nunca haya visto en persona a un expresidente ni haya visto desfilar por su despacho a abogados escoltados por caravanas de camionetas, sea el que decida sobre la culpabilidad.

Hay otro costo que también resulta siendo un gran sapo que nos tenemos que tragar, y es el hecho de aceptar que el máximo tribunal de justicia de Colombia pase a la historia del desprestigio con la cara pintada frente al país porque un investigado del tamaño de Uribe quiso que fueran un juez y un fiscal raso los que resolvieran su suerte, y allí no queda menos que el precedente de que la Corte Suprema no ofrece garantías, y por consiguiente la conclusión de que la cúpula de la justicia es corrupta porque quiere perjudicar a una persona por fuera de las reglas del Derecho.

¿Existiría probabilidad (habiendo fundamento, claro) de que un fiscal raso realmente mueva un dedo en contra de Uribe y de que un juez raso lo termine condenando? Jurídicamente sí, pero realmente no, y allí estriba la diferencia entre el deber ser y el ser, porque ni siquiera en la época de la justicia sin rostro a un simple mortal le había tocado cargar semejante cruz, aunque teóricamente (deber ser) pueda soportar ese peso, o exista la posibilidad del sacrificio.

El expresidente ha desfilado en medio de hordas de simpatizantes por la carrera séptima de Bogotá antes y después de cumplir citaciones ante la Corte Suprema de Justicia, como mostrando a los magistrados que “el pueblo está es con él”.

Los abogados de Uribe le han dicho recientemente a la Corte Suprema que se debe “atener a las consecuencias” en caso de no soltarle el expediente a la fiscalía de Barbosa.

El partido de Gobierno y el propio Presidente Duque han dicho estar del lado del expresidente e incluso dispuestos a “reformar la justicia”. En horario triple A los principales medios de comunicación le abren privilegiadas tribunas al expresidente para sus diatribas hacia la justicia. Y podría seguir enlistando más y más actos de poder (incluyendo los ilegales) en los que, recordando la época del narcotráfico, un hombre podía arrodillar al Estado, y esto puede pasar porque no siempre las cosas son como dijo Luigi Ferrajoli sobre el Estado como la parte fuerte en el proceso penal.

De allí que, si los abogados y opinadores pudiéramos “aperturar” un poco más la mente, tendríamos ocasión de discutir no solamente sobre el deber ser, sino también sobre el ser y sus consecuencias sociales, políticas e históricas, que no porque pudieran ser lícitas dejan de ser importantes, o quizás lo más importante.

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LUIS MAURICIO URQUIJO TEJADA
Abogado penalista, docente universitario y conferencista en temas relacionados con la criminología.